Reconozco que los niños son mi debilidad, su inocencia no tiene discusión.
Por la crueldad que demuestran provocan todo mi rechazo esos personajes que alteran, manipulan, destrozan sus vidas, abusan, o trafican con cualquier ser indefenso; luego llega un momento inevitable en que la pierden, la inocencia desaparece, como cuando me negué a aceptar aquello de los Reyes Magos, que un colega mayor me pretendía explicar.
De pronto se convierten en adultos para siempre, es ley de vida.
Quizás es la primera forma de morir, de acabar con algo, irrecuperable. Es un poco de nuestra condición humana que nos hace temporales y limitados.
Los niños me parecen todos auténticos.
Por eso la fotografía de los niños/as sufriendo o simplemente expresando en sus ojos todos sus sentimientos, dolores y alegráis con completa naturalidad, tiene tanta fuerza, por su autenticidad.
Hubo una de un niño sirio, de origen kurdo, que huía en busca de un lugar donde vivir en paz, crecer y desarrollarse.
Aylan Kurdi, tendido boca abajo, acariciado por una débil ola, en una playa de Turquía, fue una foto impactante hace una año.
No era la imagen de una película, era el cuerpo inerte de un niño, sin vida.
No era la imagen de una película, era el cuerpo inerte de un niño, sin vida.
Parecía dormido como duermen en su cuna, pero este niño no tenía cuna.
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