La llegada al aeropuerto de Los Angeles, terminal Tom Bradley es un choque de aire cálido, húmedo, como parte de la bienvenida local a esta ciudad enorme, extendida como un eterno mantel, en una llanura plana; donde millones de personas viven como pueden y pocos completan sus sueños.
Los años de la fiebre del oro en California ya ni son motivo de películas del Far West y los años veinte de Hollywood son un recuerdo. Ya no me puedo encontrar a Charlie Chaplin en el Athletic Club.
Llegas a ver desde el primer momento el choque de razas, la variedad de tipos, el estilo y forma de los USA de controlar a tantas personas. Eso sí el idioma castellano impone su peso demográfico.
Pasar el control de pasaportes esta cada vez más automatizado si llevas el ESTA y aún así te sometes al escrutinio del funcionario de inmigración.
El nuestro era una señorita de apellido Casillas, una casualidad en el día que el portero abandonaba el club de toda su vida. Ella sabía quién era el jugador de tanto que se lo repetían, pero me aclaró que no tenía nada que ver, yo lento por el jet lag no sabía si se trataba de una broma del destino, ademas en el avión viaja Pedrerol, el del Chiringuito de Jugones y la broma parecía macabra.
¡Da gusto que alguien te venga buscar!
El sol se pone all´acerca en la demora del hermoso Pacífico; apetece pasear por la noche, refresca un pelín y hay poco gente por las tranquilas calles de Beverly, cerca de Wilshire y La Ciénaga ; aguantar viene bien para coger cuanto antes el cambio de hora; nueve horas de diferencia son muchas horas, este es otro mundo dentro de un enorme país y al final hemos llegado sanos, que no es poco.
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