Sabemos que es ley de vida, pero nunca nos acostumbramos cuando llega el momento.
Di Stéfano vino de Buenos Aires, vía Colombia, para triunfar en el Madrid y a fe que lo hizo. No se si es el mejor jugador de la historia, no me interesa y a él creo que tampoco, porque decía que en la delantera de River era suplente, aquellos cinco los consideraba muy superiores.
Su llegada coincidió con Don Santiago, un magnífico nuevo estadio y la Copa de Europa, además de unos compañeros que jugaban muy bien.
Yo le vi en el campo ya mayor, ganado mucho y metiendo goles. Recuerdo un 4-1 al AC Milán, campeón de Europa vigente, para luego caer en la final contra el Inter en Viena y abandonar Chamartín. Ya le llamaban abuelo desde la grada y resucitó ante los maravillosos italianos.
No me molestaré en compararle con nadie, me pega que era único. Lo que hacía, donde lo hacía y cuando eran lo esencial, porque ocupaba todo el campo.
No se tampoco si inventó una manera nueva de jugar, el todo terreno, o la omnipresencia en el rectángulo. Además era ocurrente y simplificaba comportamientos, pautas, situaciones y normas con un sabiduría sencilla, ocurrente y dando de lleno en el meollo del asunto.
Lo bueno de una persona como él, es que pasará a la posteridad como un porteño único, de apellido extraño que hizo del blanco el eterno color de muchos y esos momentos como los grandes sabores quedan para siempre.
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