Seguramente de haber existido la serie de Juego de Tronos en 1939 Mickey Rooney hubiese hecho algún papel. El niño prodigio de Hollywood no hubiese sido el joven Edison, sino alguno de esos aspirantes a reyes, o poderosos señores, que pululan por la historia de humanas ambiciones, pelados de frío y cargados de cuantiosa ropa, cual Jesulines de una imaginaria Edad Media. Me lo imagino más bien de malo y juguetón.
Y es que la vida es un juego de tronos.
El escenario, ya pocas veces, es una monarquía o lo que queda de ella. Al menos para mantener el estatus, que en caso de perderlo quedaría fatal ante las revistas especializadas, se justifican acciones y reacciones o se tiene a gente que la defiende, protege y mejora su imagen como los Windsor, que como serie nunca estaría a la altura de los Tudor. Claro que el cine falsifica y altera la realidad normalmente.
Los escenarios son la política, los recursos energéticos, el fútbol, las modelos, y el que sale en televisión porque de otra forma no es noticia. Pobres discretos que ya nadie les conoce.
En ese mundo de Juego de Tronos tampoco hay iglesia de ningún tipo. Ese poder que tanto ha pesado a lo largo de la Historia de los humanos, de cualquier creencia, brilla por su ausencia. El pueblo no se ve manipulado por intereses bastardos ni tampoco guiado por hombres de buena fe que se enfrentan, sin ambiciones, al poder establecido, que sólo quieren justicia y defienden al oprimido.
Quizás Mr. Martin no quería meterse en otros berenjenales, bastante tiene con la venganza y es que la venganza da para mucho. Ya lo decía Don Mendo.
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