Ayer fue Domingo de Resurrección, el día más importante del año para la iglesia católica, para los cristianos en general.
Hasta ese amanecer en Jerusalén, de hace 1988 años, más o menos, no existía el domingo, era simplemente el primer dia de la semana. Se instauró el día de Dios. Amanecía sobre las 5.45 en Jerusalén y una mujer se acercó a un sepulcro cerca del lugar donde alojó las últimas noches. Iba triste, llena de recuerdos de los tres días anteriores y de los últimos años de su existencia. Había conocido a alguien que había cambiado su vida y ese hombre había sido ajusticiado, con muerte de cruz. Todo había sucedido muy rápido, muy injustamente. Tocaba ahora cumplir con los rituales y ella se prestó la primera. La cantera y la montaña llamada Gólgota pillaba fuera de las murallas. Lo poco que hubiese descansado lo haría sobre el suelo en una esterilla, el fresco de la mañana espabilaba. El gallo volvió a cantar por segunda vez, en su rutina inocente.
Ella se vió sorprendida porque el sepulcro prestado estaba abierto, la piedra de la precauciones corrida, y vacío. Pensó qué alguien se había llevado el cuerpo de su señor.
Y ahí empieza otra historia.
Luego vió a una figura humana, y se dirigió a él para preguntarle en su confusión, si había visto algo.
Al volverse hacia ella, se dió cuenta de quién era. Y comprendió quién siempre había sido.
Nosotros, los de este domingo, no tenemos esas oportunidades. Simplemente creemos o no creemos. Creer lo cambia todo porque no creemos en un magnífico profeta, un santo, una persona extraordinaria que sólo hizo el bien. Resulta que ese sepulcro vacío, ese cuerpo que no aparece, ese despiste general, implica que realmente Dios había estado entre nosotros y pocos se habían dado cuenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario