No era egipcio, era griego y muy griego, como son la inmensa mayoría de los griegos, orgullosos nacionalistas que piensan que el mundo ya fue inventado en la Grecia clásica del siglo de Pericles y alrededores y el resto son copias malas.
Quizás es exagerado. Obtuvo la nacionalidad británica y no pisó Atenas hasta su cuarentena.
Se llamaba Constantinos Cavafis, se dedicó al dulce empleo del funcionariado y cuando murió, publicaron sus poemas, no muchos, pero ahí están.
Los poetas siempre me llamaron la atención, porque algunos de la historia tienen un aura de genialidad como esos toreros que una vez se estiraron o aquellos futbolistas que dieron ese pase que alcanzó la gloria. Supongo que no es así y el poeta es siempre poeta. Supongo que es una cuestión de sensibilidad, talento y capacidad para encontrar las palabras que definen los sentimientos del ser humano.
A Grecia me une algo, algún cordón invisible. Conozco sus tierras y sus gentes poco adaptados en general a este mundo del siglo XXI, sus prioridades son otras.
El poeta nació en Alejandría, vivió allí, marchó a las Islas Británicas, volvió a la tierra de los faraones y del Magno; sufrió los pesares de la Gran Guerra, se movió en la exótica Estambul y regresó a morir al origen que no le vio nacer.
No se si es relevante reflejar su homosexualidad en una época donde no se anunciaba abiertamente como ahora; desde luego marcó su vida y su obra, la que luego han aclamado.
Un funcionario griego de la Comisión Europea aburrido de las reuniones, paciente y agradecido al sueldo de esa organización, sueño de cualquier burócrata, me regaló un libro en español con su poesía completa.
Ayer empecé a interesarme de verdad por Cavafis.
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