A las 2.20 pm tomó el vuelo de Los Angeles en la T-4 de Barajas, que ahora es también Adolfo Suárez, primer presidente de la democracia post Franco. Donde esté, si es que está, probablemente reflexionará en lo que está sucediendo, como reflexionan los espíritus.
Las maletas llegaron sin novedad.
Cogimos un taxi y el taxista nos comunicó la noticia de lo que pasaba en el Parlament de Cataluña. Se había proclamado la independencia y la constitución de una república.
El taxista que en su conversación nos confesó casado, sin hijos, 26 años, y el deseo de tener uno pronto para tener energías en su edad más fogosa de juegos. Habló de la esclerosis de su padre a los 60 años, su familia trabajadora, sus 14 horas diarias al taxi y mostró un gran sentido común. De política no habló, dijo no entender lo de Cataluña y demostró escasa fe en los políticos.
Yo me acordé de historias pasadas y en medio de mi jet lag vi las imágenes de televisión en un esperpéntico Parlamento de Cataluña donde los que votaron miraban al suelo, no querían mirar mientras los que luego abandonaron el hemiciclo ante el fraude a la democracia expresaban de distinta formas su repulsa, disgusto y oposición frontal al atropello que se iba a cometer.
Todo consumado, la televisión continuaba con fiestas jolgorios, alegrías e himnos, como si hubiese ocurrido algo maravillosos.
Yo me acordaba de todos aquellos que son apartados de esas celebraciones, excluidos porque sólo se admite una forma de pensar en aquella autonomía española. Aquellos catalanes que no les permiten ser españoles en España.
Y también de los tiempos que se avecinan sin nada bueno en el horizonte, porque el Estado de Derecho no puedo consentirlo o desaparece.
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