La muerte es una asignatura pendiente de casi todos los humanos obligatoria. Hay jornadas oscuras, tiempos más oscuros que otros, hay quién, desgraciadamente, vive la mayor parte de su vida en oscuridad. El día y medio que va de la hora nona del viernes 7 abril año 30 de nuestra Era, al amanecer del domingo 9, fue tenebroso para algunos, inquietante. Los testigos presenciales de la sentencia ejecutada al modo romano en un montículo llamado Gólgota son de diversa índole. había unos cuantos, hombres y mujeres, casi todos asustados que amaban al reo, o bien eran familiares o amigos o se habían sentido atraídos por esos 2/3 años de exposición pública en mayor o menor medida. Unos le consideraban profeta, otros el Mesías, otros un hombre santo, quizá un hombre entrañable con el cual se podía hablar, que escuchaba, los había entusiasmados por sus obras, impresionados por su mirada, cautivados por su palabra. Todos aquellos le consideraban especial, un hombre bueno, no habían conocido nada parecido. Seguramente alguno de los ejecutores de la terrible sentencia también. Le hicieron sufrir más de lo normal en esa clase de castigos, murió pronto, no hubo necesidad de romperle huesos porque ya había fallecido. Quedaba lo más duro. Hubo individuos pragmáticos, las mujeres se pusieron a trabajar destacando son su ejemplo, valor, ante los hombres acobardados en una sociedad tremendamente de protagonismo masculino. Los hombres parecían más asustados, se habían quedado huérfanos, desconcertados sin nadie que cubriese el hueco aunque habían hablado de un número dos. De esos doce, sólo uno murió anciano, diez tuvieron muerte violenta, uno se ahorcó. No se si todos comprendían, si opinaban diferente sobre los motivos de la condena. La noche se hizo terrible. El pueblo tenía que celebrar el Sabbath. Unos soldados guardaban el sepulcro sellado con una piedra descomunal infranqueable. Pasaron esas 35 o 36 horas y todo cambió.
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