miércoles, 2 de agosto de 2017

El hombre joven de Apollonas.

Esas estatuas enormes, en la Grecia arcaica, de un hombre joven se llaman kuros y hay quién les llama kouros. 
En la carretera que sube y baja hasta Apollonas, en Naxos, hay una pegada al arcén, se sube por unas escaleritas y allí yace desde hace muchos siglos. Entonces a la pequeña ensenada llegaban buques para cargar el mármol de Naxos que luego iría a Delos o Atenas. 
Mismas rocas, mismo sol, agua y cielo, los habitantes han cambiado relativamente, las cabras poco.
En aquellos tiempos, de glorias Atenienses, llegar hasta aquí representaba una mayor aventura sin ferry, ni móvil,  ni tanta tecnología; las patatas, tomates y quesos supongo que atraían. 
El kuros se encuentra en un alto desde el cual se ve la bahía y las pocas casa del pueblo; el pequeño cementerio a la entrada ya te anuncia donde acabaremos todos. Se ve una pequeña capillita más arriba todavía y de vez en cuando lse escuchan os cantos y rezos de mi amigo Giorgos. 
Los habitantes del paraíso abandonan en septiembre y quedan unos doscientos que viven entre vientos, frío y temporales.
El agua de Apollonas es otro de sus secretos, un agua pura de montaña, transparente y nítida que brilla mientras te tomas un café. Cuando te sientas en una terraza lo primero que te sirven es un vaso de agua, cual peregrino sediento.
Podría estar aquí toda la vida, sin hacer nada; el mundo no echaría de menos mis obras y además hay wi fi y me entero que la pretemporada americana de mi equipo va de derrota en derrota.

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