lunes, 26 de diciembre de 2016

Milagro en la calle 34.

Buscábamos una película para después de comer y nos trasladamos al blanco y negro de 1948, cuando Manhattan realmente despertaba todos los sueños de cualquiera. Otro de los clásicos de estos días.
Trataba de recordar en que lugares había pasado las Navidades, sobre todo la noche del 24 al 25, después de estar en mi barrio, con las costumbres de los míos, la temperatura conocida, los olores y sabores, el mismo portal, nacimiento, árbol de Navidad.
Luego van cambiando las cosas.
Una vez fue en medio del Atlántico o cerca de la costa de Brasil para ser más exacto y otra vez en el Caribe, cual pirata llegando a La isla Tortuga.
Recuerdo el frío del Mississippi como Tom Sawyer; las luces de Disneyworld; el Nilo, Cairo, Karnak, Luxor o Abu Simbel. El estrecho de Gibraltar y la Bahía de Palma con fuegos artificiales. Rona cerca de St Moritz, nieve, nieve y más nieve, sin aglomeraciones, todo muy limpio y civilizado. 
Londres y New York, Times Sq, James Hook o Aladin, la magia de las capitales del mundo. Baviera, Viena, Salzburgo o Paris y su eternidad de nieblas entre castillos, palacios y museos. 
El viaje en el Queen por las islas que casi nadie visita en los Sargazos, que se anula a última hora. Toronto y Niagara Falls, con los coches que nos ofrecen un raid porque somos los únicos que van por la calle paseando. Washington helado, Tampa y la Guerra de unos hombres allá en Oriente Medio, donde tantas guerras suceden.
Y el familiar frío de Madrid, la misa del Gallo.
Nada es como aquel día que descubrí un tren eléctrico en el armario de la habitación de un vecino y amigo. Luego ese mismo Talgo apareció el día de Reyes.
No se podía dormir, demasiados nervios. Una vez incluso se oyó a alguien, se vislumbró un camello en un balcón y todo sucedió muy deprisa, se desvaneció como si nunca hubiese sucedido.

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