sábado, 20 de abril de 2019

Un día muy oscuro el Sábado Santo.

Ha amanecido nublado en el Pacífico. En Santa Mónica sopla un viento de la mar, que exige un paseo agradable por la playa protegido con algo, la frescura de la brisa te aviva el pensamiento. No hay ambiente de Semana Santa, ni procesiones, ni capirotes, hay turistas como siempre, por no haber no hay ni vacaciones, la religión o se lleva en el corazón o hay que buscarla en medio de creencias, matices, templos, iglesias, sectas, anuncios, predicadores o Scientology.  Esto es Hollywood.
En mi andar cerca de la orilla me dejo llevar a otros lugares, olores, percepciones, en busca de la claridad de mi alma.
El Sábado Santo siempre me pareció un día oscuro, de shock, de esos que no sabes qué hacer ni como sentirte, me imaginaba allá por el año 30 de nuestra Era en Jerusalem, después del intenso viernes, donde en sus primeras 15 horas habían sucedido los acontecimientos casi definitivos. Los más próximos, los apóstoles, escondidos, asustados, impactados, repasando los últimos días e intercambiando miradas más que reflexiones. Se habían quedado solos. 
Puedes estar solo en esa jornada en Jerusalem o en cada día de tu vida. Aquí, hoy en este mundo de 2019, como en cualquier fecha de la Humanidad, nos pasa algo parecido, la eterna lucha entre lo que vemos, comprendemos, tocamos, lo tangible, lo físico, la ciencia, el entendimiento y la fe. Es una maravillosa aventura poco humana, tal vez, puro espíritu, carne de gallina, que se siente en el estómago y hay que prestar atención.

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