jueves, 4 de enero de 2018

El fin de la inocencia.

Una noche de frío, sin la nieve de París, me acercó al mundo de la música. 
Fui a la ópera en el Real y lloré, no me acordaba de lo triste que era la historia. La Boheme de Puccini no tuvo mucho éxito en su estreno y ahora es una de las obras más representadas. La Ciudad de la luz recibía a ese siglo XX con artistas que mal vivían en buhardillas sucias, sin calefacción y llenos de sueños, resacas y necesidad. La amistad y el amor se convertían en compensaciones ansiadas ante el poco éxito profesional. Escritores, pintores, músicos, escultores o cualquiera que jugueteaba con las musas, eran también seres humanos, llenos de vida. 
Los actores/cantantes de las óperas muchas veces no aparentan el físico de los personajes. Mimí debía ser una chica delgada, tuberculosa, próxima a los veinte años, atractiva y, a lo mejor, no tan exuberante como las profesionales de las tabernas, cabarets o tugurios del arrabal. Sus ojos grandes y expresivos se inyectaron de ilusión, pero el bacilo de Koch se mostró implacable. No sabemos nada después de su muerte, quizás Rodolfo se recompuso y encontró otro amor. La vida es eso, alegrías y penas, momentos mágicos y dolor, el tiempo se va consumiendo como las velas, sin que pueda recuperarse, sólo quedan los recuerdos que también se difuminan. 
Lo que pasó en París es la vida misma, alguien perdió su inocencia ante el lado oscuro y no fue Mimí.

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